Buenu, aquí un fragmento de lo que me ha dado por escribir, si veo que gusta, lo sigo, y si no, pues ahí está, espero os llame la atención...]
El paraje estuvo transitado una vez, la gente se reunía y hablaba, pero ahora solo existía un oscuro panorama. Se podía ver a la sombra un zapato perdido por un niño, pero junto al calzado perdido, soledad. El silencio hacía meya en mi fría cabeza, empezaba a imaginar que podía acabar yo igual... No sabiendo como había acabado allí, no recordando quien era; solo podía suplicar una voz, un pequeño reflejo de vida.
Caminé sin rumbo, el lugar era amplio, y al volcar por una esquina, llegué a una plaza, ese sitio... de nuevo enorme, tenía a unos cincuenta metros, una montaña, como si hubieran apilado la basura; el hedor me hacía dar un paso atrás y aun así decidí acercarme, al ver que algo se movía.
Aterrado caí de espaldas al suelo, aquello... AQUELLO NO ERA BASURA, eran pedazos de personas, y de nuevo escondiéndose entre los cadáveres, algo salió a tomar aire, un niño mordisqueando un brazo, salió corriendo al verme. Me preguntaba intentando mantener la calma, si no era yo quien debería salir corriendo, y sin embargo,... sonreí.
Buscaba a mi alrededor, mientras revisaba la desagradable montaña de víctimas. Taparme la boca y la nariz por tal de reducir el maloliente aire no era suficiente, incluso parecían sufrir mis ojos por aquella peste, no se que esperaba encontrar, pero por algún motivo, me detuve a agarrar una daga de hoja negra. Clavada en un cuello, de una mujer probablemente por los rasgos de su faz, no me costó mucho desclavarla y añadirla a mi cinto tras lavarla levemente en un charco.
(¿te arrepientes? ¿aceptarás tu castigo?) Resonando en mí cabeza una suave voz femenina repetía esa frase de vez en cuando. Quizás era un recuerdo de alguien, y en cuyo caso ¿de que debería arrepentirme? No podría decir si me molestaba más el perenne silencio, o esa recurrente frase que lo rompía. De nuevo solo, rodeado de ese repulsivo olor.
Sentía que desde algún punto, alguien me vigilaba, sin duda estaba siendo obserbado, pero no me era posible determinar el lugar desde el que me vigilaban, puede que solo fueran imaginaciones mías.
Rodeé aquel pilar de carne putrefacta e inspeccioné las calles que nacían en aquella plaza, sin saber qué camino tomar, tan solo emprendí el paso. La vía que mis pasos habían elegido, estaba tan etérea como el resto; locales con puertas y vitrinas destrozadas, hacían de ese paraje un lugar tranquilo, y en el interior de los mismos, solo restos derruidos de mesas, sillas e incluso paredes.
Un leve olor a quemado, estremeció mis músculos helados, y acercándome al origen de aquel aroma, pasé ante un local con su cristal exterior todavía intacto. Me hizo reír levemente pensar en esa casualidad rodeada de tal destrucción.
Pensé en romperlo yo mismo, casi me molestaba verlo, el interior estaba tan oscuro que el cristal mostraba mi reflejo. Verme, eso era lo que me incomodaba, ni siquiera recordaba mi propia apariencia, y lo que veía, no me gustaba. Un hombre pálido y delgado, vestido con un traje negro
impoluto, mis manos huesudas colocaban con calma, el cuello de mi camisa roja y ajustaban en mi cuerpo una larga casaca negra, mi pelo tan rojo como mi camisa, me daba una siniestra sensación que mis ojos de un azul pasivo no lograban apaciguar. Sujeté con fuerza la empuñadura para golpear con esta el cristal, pero cuando fui a sacudirla, una piedra impactó en mi cabeza.
Enderecé mi cuello haciéndolo crujir, mientras me volteaba, y detrás de mí, cuatro niños cargados con piedras, respiraban con fuerza, olía su miedo y escuchaba su ansiedad, uno de ellos temblaba tanto que se le caían algunas de las piedras que llevaba. Sin pensarlo mucho, libraron una lluvia de piedras contra mí, muchas, golpearon el espejo sin arañarlo siquiera, y el resto, desviadas por su escasa puntería no me alcanzaron.
Corrí hasta ellos, y mientras agarraba a uno por el cuello, los otros tres huyeron atemorizados. No buscaba venganza, la piedra que impactó en mi tez no me había hecho daño, solo pensé en intentar entender que ocurría en ese lugar, dejé al chico en el suelo, algo falto de aire y sujetándolo por el brazo solo dije “dime chico, ¿qué ha pasado aquí? ¿Por qué me atacáis?”. El niño, no respondió, estaba claramente aterrado, se orinó encima y tras hacer apego de ir a llorar, solo se desmayó. Pese a poder haberme ido, introduje en brazos al chico en el único local que podía cobijarlo del frío, aquel en cuyo cristal y puerta parecían a prueba de golpes.
Solo pasar por el arco de la puerta, un ambiente cálido me hizo tropezar, sentí como si las fuerzas abandonaran mi cuerpo por un instante. Logré recuperar el equilibrio a tiempo para lanzar al chico a un sillón cercano, y pese a que su caída pudo ser dolorosa, peor hubiera sido caer conmigo; no entendía el motivo, pero el suelo estaba cubierto por clavos, un único instinto me hizo poner mis brazos ante mi cabeza, poco más que eso, solo caí inconsciente también.
Volví a despertar atado de pies y manos, también mi cintura se notaba sujeta, las cadenas que me sujetaban estaban tan oxidadas que pensé que podría romperlas con algo de esfuerzo. Notaba el óxido arañando mi piel, y mis intentos por soltarme eran inútiles, la cabeza me daba vueltas como si estuviera suelta cordillera abajo, no percibía mí alrededor y era incapaz de ver más allá de uno o dos metros. Mi situación era preocupante, estaba somnoliento, me dolía la cabeza, tanto que creí que iba estallar en cualquier momento.
De vez en cuando, daba un fuerte tirón a alguna de las cinco cadenas que me apresaban, pero incluso si lograra liberarme de ellas, mi consciencia me avisaba de la imposibilidad de volver al frío exterior del que me quejaba.
Quedé dormido en mi martirizante agonía, pero un primer golpe me hacía parpadear, pero no siendo lo suficiente fuerte para despertarme, un segundo impacto y uno tercero como secuela de mi profundo sueño no tardaron en llegar, cuando abrí ligeramente los ojos, una cegadora luz me obligaba a cerrarlos de nuevo. Voces impregnadas de odio me abucheaban, pero eran sus ecos los que más retumbaban en mi cabeza, un desgarrador grito procedente de mi garganta parecía llorar mi incierto dolor, más pese a sentirlo, no sabría afirmar que lo que notaba era sufrimiento. Las voces que me criticaban cayeron en silencio, quizás asustadas por el grito que había producido, grito del que yo mismo me habría amedrantado.
Uno a uno los gritos volvieron a resonar en aquel lugar, el sonido agudo que predominaba, me hacía acertar que la mayoría eran de niños enfurecidos, por algún motivo conmigo. Ya no tenía intención de seguir molesto por aquel espectáculo que parecía protagonizar, ahorré la saliva necesaria para preguntar cuando me iban a matar, pero una voz femenina respondió que si por ella fuera ya estaría muerto. Sentí y vi ligeramente, como una chica iba clavando mi daga de negra hoja en mi estómago, sonreí con fuerza, y al ver mi arqueada mueca, quemó la daga ante mis ojos y me la volvió a clavar; exclamé una gran carcajada al ver que no sentía miedo o pena por mi ente; el interior de mi cuerpo parecía abrasarse, pero la daga no fue extraída, mi piel se prendió en llamas y la chica tuvo que apartarse a toda prisa. Mi ropa y mi blanco pellejo, se ennegrecían según crecían las llamas. Hasta el último de mis nervios rasgaba mi mente con un pesar que acabaría liberándome de mi presidio, pero en vez de arder hasta la muerte, un baño de helada agua dejaba inconsciente mi torturado cerebro.
Cuando desperté de nuevo, no había nadie a mí alrededor, la
oscuridad que me abrazaba era más consuelo que la luz cegadora de la vez
anterior, y en unos minutos mis retinas comenzaron a captar pequeños detalles del lugar. No tuve tiempo de acostumbrarme a la oscuridad, luces sobre mi cabeza me abrasaron los ojos por un momento, pero, no era la misma luz cegadora que pusieron ante mí, en esta ocasión, era la iluminación artificial de la sala, a la que no tardé en adaptarme. Acercándose a mí, cara a cara, un niño con aspecto conocido, el muchacho al que tiré al sofá cuando yo iba a caer. Con la muñeca vendada, supongo que por una mala caída, entabló
conversación conmigo.
Lo primero que preguntó, era el motivo por el que no le había matado, y cuando mi primera respuesta fue otra pregunta queriendo saber por qué le debería de haber matado, me dijo solo, que era lo que nosotros hacíamos, recalcando que ya habíamos acabado con los adultos y con muchos de ellos (refiriéndose a los niños). Tras decirme eso, miré abajo, sin saber que decirle, pero su segunda duda me sorprendió más, ¿Por qué el método habitual con el que mataban a los “míos” no había funcionado? Los “míos”, ni siquiera sabía a quienes se refería.
Me sorprendió darme cuenta de que mi piel blanca seguía cubriendo mí huesudo cuerpo, y que mi vestimenta estaba igual de intacta. Creí un instante que había sido una pesadilla, pero la daga seguía alojada justo bajo mis costillas, miré bien las oxidadas cadenas que me ataban y sonreí, en ese momento me notaba mucho más fuerte y descansado, por lo que tras preguntar al chico si me podía soltar y recibir una negativa, le pedí que se apartara.
¿Qué vas a hacer? Esas fueron las palabras del pequeño al ver que me incorporaba tirando con fuerza de la cadena de mi cintura. Gruñendo por el roce del óxido en mi muñeca derecha, comencé a tirar de ella con todo mi ímpetu. Al escuchar los crujidos de la sujeción, el chico salió corriendo dando la alarma. No tardaron ni un minuto en llegar refuerzos, pero varios eslabones estaban a punto de ceder; falto de tiempo, mis gruñidos se tornaron chillidos con los que intentaba sacar toda mi fuerza mientras tiraba de ambos brazos y de la cintura. Las piedras volaban hasta mí con una relativa precisión que evitaban que tirara con más fuerza, pero finalmente, logré romper, no la cadena como hubiera supuesto, si no la agarradera.
Caí de rodillas por la dura sucesión de piedras, pero por instinto quizás, llevé la mano derecha a la daga y tras extraerla de mi torso, corté con ella las cadenas como si fueran mantequilla. Tras eso, y dolorido de nuevo, fui a salir de aquel lugar, y fue fácil, casi de una zancada subí una gran escalera delante de mí, ni siquiera me molesté en golpear a mis agresores situados en lo alto, tan solo corrí.
Al atravesar un par de estancias, llegué a la sala en la que había caído una vez. La presencia de dos niños con mascarilla, me hizo creer que en aquella habitación había algún tipo de gas que utilizaban para defenderse de los intrusos, salté los clavos del suelo y conteniendo mi respiración un momento, salir de allí fue sencillo. Sentir el gélido aire y el putrefacto olor a muerte, me obligo a suspirar por agradecer esa escalofriante atmosfera.
Cuatro jóvenes me siguieron, y de entre ellos, reconocí a la mayor, una chica de unos dieciséis años, que empuñaba una espada tan negra como la daga que volvía a adornar mi cinto, esa firmeza, era la misma que la de la mujer que me apuñaló. Vi mi sonrisa reflejada en el cristal espejado, y me seguía sin gustar, por algún motivo, veía sed de agonía en mis secos labios, caos en mis pupilas y muerte en el brillo de mis ojos.
Se les veía a los cuatro armados con negros utensilios claramente preparados para matar, pero no podía menguar la satisfacción que helaba mis poros en aquella situación.
Ellos y yo estábamos preparados para entrar en acción, pero
un desgarrador cúmulo de lamentos se apreciaba cada vez más cerca. Los cuatro
jóvenes parecían asustados, dos de ellos corrieron a cobijarse, mientras la
chica y el cuarto sujeto alzaron sus respectivas armas mirando en todas
direcciones. Un momento después, una nube negruzca formada por atormentadas
almas nos atravesaba sin pasar de largo, estancadas a nuestro alrededor
anulando parcialmente nuestra visibilidad.
Salté sin saber bien el motivo en dirección a la chica, en
realidad no quería pelear, solo quería seguir mi camino, sin rumbo, solo pensar
y esperar recordar algo sobre mí, pero entonces, ¿por qué decidía mi cuerpo
tomar esa trayectoria con mi daga por delante?
Sin saber de dónde, apareció un tipo con una larga túnica
negra, sin permitir defenderse al chico que quedaba fuera, cortó como aire su
cabeza. Otra espada apareció llevada por otro tipo de negro, pero ésta chocó
con el filo de mi daga justo delante del cráneo de la chica, la cual, al verme
venir, atravesó nuevamente mi estómago.
“Genial” pensé, “otro agujero para la colección”, pero
cuando el personaje de negro dio un salto hacia atrás y tuve un momento para
retirar la espada y la chica de mi lado, pude contemplar sorprendido que el orificio
se cerraba y mi camisa se restauraba sola. Toqué mi torso buscando alguna
herida y mis carcajadas se hicieron escuchar, ¿a caso era inmortal? Miré con
desagrado al tipo que había golpeado mi daga, era todavía más delgado que yo,
ni siquiera podía ver sonde empezaban sus blanquecinas encías y donde empezaban
sus inexistentes labios. Mi pensamiento se brotó solo por mis labios, ¿por qué
atacaban a unos niños que por lo visto en mi estómago no podían hacernos nada?
Sus palabras me decían lo contrario, por lo visto caían de
los “míos” de vez en cuando, fueron a atacar a la muchacha de nuevo entre
ambos, y aunque temía que pudieran matarla, y frené yo a uno, parecía ser
bastante hábil luchando contra el otro.
Tras esquivar un par de envites, clavé mi daga en su frente
acabando con él. Se desplomó, y en un instante, su cuerpo y ropa comenzaron a
desintegrarse, solo un montón de polvo negro a mis pies indicaba que ese ente
había estado ahí. El tipo restante se desmarcó, y mirando a su compañero caído,
me dijo algo un tanto extraño – no puedo creer lo que ven mis ojos, entonces
¿es cierto que hay un traidor entre los Shinikuro? Pensaba que no eras más que
un rumor… – dicho eso, la siniestra nube negra se condensó en torno al tipo y
desapareció sin más. Miré un instante a la chica y diciendo que no luchaba mal,
comencé a caminar.
Mis pasos resonaron doble durante horas, pero por más que
mirara atrás y no viera a nadie, la sensación de que alguien me seguía no
desaparecía, las calles estaban tan vacías que hacían molesto el eco. Decidí
sentarme a descansar un poco, no por cansancio, si no porque estaba ante un
cartel que indicaba la entrada a algún lugar, y pese a ser ilegible, comenzaba
a pensar que caminar sin pensar no me llevaría a ningún sitio.
Al estirar mi insensible cuerpo hacia atrás, crujieron más
huesos de los que pensaba que pudieran existir, pero fue una casualidad
agradable, un negro mandoble con filo rojizo me rozó, y en esta ocasión me
dolió bastante, apreté los dientes mirando un corte que adornaba mi brazo
izquierdo, y sin saber el motivo, no aparentaba ir a cerrarse solo, el trozo de
tela rasgada de mi camisa, se desintegró de inmediato, dándome a entender que
de esta no iba a salir ileso tan fácilmente como en circunstancias anteriores.
Me levanté de golpe, y al mirar quién me había atacado, vi a
dos personajes, el del mandoble me sorprendió, un esqueleto de huesos grises
casi negros que guardaba la gran espada sujeta entre sus costillas vestido solo
con un pantalón negro hecho trizas, el otro, un esqueleto te tono normal armado
con una guadaña negra, su ropa, un montón de harapos, posiblemente, restos de
una larga túnica.
El de huesos negros empezó a casquear su mandíbula con un
espeluznante sonido que me recordaba una risa burlona – así que tú eres el
legendario Lucy Gron,… que nombre tan patético kikikiki – sin decir nada más me
embistió con un brazo mientras sacaba de entre sus huesos aquel enorme filo, ni
siquiera tuve tiempo a acercar mi mano a la daga de mi cinto, y mi única excusa
era que no esperaba ese ataque y no estaba preparado. El segundo esqueleto fue
a clavar su guadaña en mi cabeza, y ni siquiera sabía cómo reaccionar.
Ante mis ojos, fugaz como nadie, aparecía una niña, y sus
manos golpeaban el reverso de la guadaña haciéndola caer al suelo y empujando a
su portador sobre mi agresor, un momento muy oportuno que utilicé para ponerme
en guardia con la daga en mano.
Era inevitable preguntar quienes eran y cernir la duda a sobre mi persona, ¿era correcto preguntar quienes eran sin saber siquiera quien o que era yo? respuesta rápida la del esqueleto gris, no podía ni cuestionar mi existencia tranquilo, pese a procurar aclarar algo, el tono del esqueleto parecía burlón.
Eran Shinikuros (nombre que ya había mencionado otro de ellos, o ¿debería decir nosotros?) según él habían venido a acabar con el legendario Lucy Gron, antigua mano derecha del líder shinikuro, ente que; habiendo traicionado a su raza huyó hacía catorce años y todos creían muerto. ¿Como podían afirmar que yo era ese sujeto del que hablaban? Según sus afirmaciones, la espada de la niña y mi daga me delataban.
Podría recriminar su hipótesis, decir que la daga la había encontrado y que la espada era de esa chica, pero la probabilidad de ser escuchado, por algún motivo la veía nula.
Sin darme cuenta mi cuerpo se movía lento, la cría se defendía bien, luchaba casi a la par que el tipo de la guadaña, sin embargo yo había perdido la cuenta de los cortes provocados por simples rozaduras del mandoble de mi oponente.
En un momento yacía agotado, de rodillas ante tan rápido rival, mi cuerpo se balanceaba a punto de desmoronarse, pero el golpe de gracia no llegaba. Mi vista fallaba, pero la muerte no me llevaba.
Frente a mi, una montaña de polvo, y a una leve distancia, sin que me hubiera dado cuenta; la niña tenía serios problemas para luchar. Aclaré un instante mis ojos y me di cuenta de que estaba luchando contra mi rival y que por lo tanto, la montaña de polvo debía ser su primer atacante.
No era su día de suerte, su brazo izquierdo con el que esgrima a su espada fue cortado, esa chiquilla y yo, podíamos ir despidiéndonos de nuestras vidas. ¿Otro brazo volando? En esta ocasión el brazo se desintegraba y un mandoble penetraba la caja torásica del esqueleto. Sin saber la razón ni el modo, estaba ante aquella niña atando con la manga de mi casaca el brazo amputado tras guardar mi daga.
La chica me dijo que no hiciera tonterías, que su brazo no se juntaría de nuevo solo por atarlo, y mientras decía eso la voz del esqueleto murmuraba que el brazo tardaría en volver a crecer, dio unos pasos atrás y desapareció entre humo negro.
Por otro lado, cuando la muchacha fue a quitarse la manga de mi casaca, empezó a gritar con una fuerza destructiva, mi agotado ser que ni siquiera comprendía como había ayudado a esa pequeña, cayó con dureza al arenoso suelo.
El paraje estuvo transitado una vez, la gente se reunía y hablaba, pero ahora solo existía un oscuro panorama. Se podía ver a la sombra un zapato perdido por un niño, pero junto al calzado perdido, soledad. El silencio hacía meya en mi fría cabeza, empezaba a imaginar que podía acabar yo igual... No sabiendo como había acabado allí, no recordando quien era; solo podía suplicar una voz, un pequeño reflejo de vida.
Caminé sin rumbo, el lugar era amplio, y al volcar por una esquina, llegué a una plaza, ese sitio... de nuevo enorme, tenía a unos cincuenta metros, una montaña, como si hubieran apilado la basura; el hedor me hacía dar un paso atrás y aun así decidí acercarme, al ver que algo se movía.
Aterrado caí de espaldas al suelo, aquello... AQUELLO NO ERA BASURA, eran pedazos de personas, y de nuevo escondiéndose entre los cadáveres, algo salió a tomar aire, un niño mordisqueando un brazo, salió corriendo al verme. Me preguntaba intentando mantener la calma, si no era yo quien debería salir corriendo, y sin embargo,... sonreí.
Buscaba a mi alrededor, mientras revisaba la desagradable montaña de víctimas. Taparme la boca y la nariz por tal de reducir el maloliente aire no era suficiente, incluso parecían sufrir mis ojos por aquella peste, no se que esperaba encontrar, pero por algún motivo, me detuve a agarrar una daga de hoja negra. Clavada en un cuello, de una mujer probablemente por los rasgos de su faz, no me costó mucho desclavarla y añadirla a mi cinto tras lavarla levemente en un charco.
(¿te arrepientes? ¿aceptarás tu castigo?) Resonando en mí cabeza una suave voz femenina repetía esa frase de vez en cuando. Quizás era un recuerdo de alguien, y en cuyo caso ¿de que debería arrepentirme? No podría decir si me molestaba más el perenne silencio, o esa recurrente frase que lo rompía. De nuevo solo, rodeado de ese repulsivo olor.
Sentía que desde algún punto, alguien me vigilaba, sin duda estaba siendo obserbado, pero no me era posible determinar el lugar desde el que me vigilaban, puede que solo fueran imaginaciones mías.
Rodeé aquel pilar de carne putrefacta e inspeccioné las calles que nacían en aquella plaza, sin saber qué camino tomar, tan solo emprendí el paso. La vía que mis pasos habían elegido, estaba tan etérea como el resto; locales con puertas y vitrinas destrozadas, hacían de ese paraje un lugar tranquilo, y en el interior de los mismos, solo restos derruidos de mesas, sillas e incluso paredes.
Un leve olor a quemado, estremeció mis músculos helados, y acercándome al origen de aquel aroma, pasé ante un local con su cristal exterior todavía intacto. Me hizo reír levemente pensar en esa casualidad rodeada de tal destrucción.
Pensé en romperlo yo mismo, casi me molestaba verlo, el interior estaba tan oscuro que el cristal mostraba mi reflejo. Verme, eso era lo que me incomodaba, ni siquiera recordaba mi propia apariencia, y lo que veía, no me gustaba. Un hombre pálido y delgado, vestido con un traje negro
impoluto, mis manos huesudas colocaban con calma, el cuello de mi camisa roja y ajustaban en mi cuerpo una larga casaca negra, mi pelo tan rojo como mi camisa, me daba una siniestra sensación que mis ojos de un azul pasivo no lograban apaciguar. Sujeté con fuerza la empuñadura para golpear con esta el cristal, pero cuando fui a sacudirla, una piedra impactó en mi cabeza.
Enderecé mi cuello haciéndolo crujir, mientras me volteaba, y detrás de mí, cuatro niños cargados con piedras, respiraban con fuerza, olía su miedo y escuchaba su ansiedad, uno de ellos temblaba tanto que se le caían algunas de las piedras que llevaba. Sin pensarlo mucho, libraron una lluvia de piedras contra mí, muchas, golpearon el espejo sin arañarlo siquiera, y el resto, desviadas por su escasa puntería no me alcanzaron.
Corrí hasta ellos, y mientras agarraba a uno por el cuello, los otros tres huyeron atemorizados. No buscaba venganza, la piedra que impactó en mi tez no me había hecho daño, solo pensé en intentar entender que ocurría en ese lugar, dejé al chico en el suelo, algo falto de aire y sujetándolo por el brazo solo dije “dime chico, ¿qué ha pasado aquí? ¿Por qué me atacáis?”. El niño, no respondió, estaba claramente aterrado, se orinó encima y tras hacer apego de ir a llorar, solo se desmayó. Pese a poder haberme ido, introduje en brazos al chico en el único local que podía cobijarlo del frío, aquel en cuyo cristal y puerta parecían a prueba de golpes.
Solo pasar por el arco de la puerta, un ambiente cálido me hizo tropezar, sentí como si las fuerzas abandonaran mi cuerpo por un instante. Logré recuperar el equilibrio a tiempo para lanzar al chico a un sillón cercano, y pese a que su caída pudo ser dolorosa, peor hubiera sido caer conmigo; no entendía el motivo, pero el suelo estaba cubierto por clavos, un único instinto me hizo poner mis brazos ante mi cabeza, poco más que eso, solo caí inconsciente también.
Volví a despertar atado de pies y manos, también mi cintura se notaba sujeta, las cadenas que me sujetaban estaban tan oxidadas que pensé que podría romperlas con algo de esfuerzo. Notaba el óxido arañando mi piel, y mis intentos por soltarme eran inútiles, la cabeza me daba vueltas como si estuviera suelta cordillera abajo, no percibía mí alrededor y era incapaz de ver más allá de uno o dos metros. Mi situación era preocupante, estaba somnoliento, me dolía la cabeza, tanto que creí que iba estallar en cualquier momento.
De vez en cuando, daba un fuerte tirón a alguna de las cinco cadenas que me apresaban, pero incluso si lograra liberarme de ellas, mi consciencia me avisaba de la imposibilidad de volver al frío exterior del que me quejaba.
Quedé dormido en mi martirizante agonía, pero un primer golpe me hacía parpadear, pero no siendo lo suficiente fuerte para despertarme, un segundo impacto y uno tercero como secuela de mi profundo sueño no tardaron en llegar, cuando abrí ligeramente los ojos, una cegadora luz me obligaba a cerrarlos de nuevo. Voces impregnadas de odio me abucheaban, pero eran sus ecos los que más retumbaban en mi cabeza, un desgarrador grito procedente de mi garganta parecía llorar mi incierto dolor, más pese a sentirlo, no sabría afirmar que lo que notaba era sufrimiento. Las voces que me criticaban cayeron en silencio, quizás asustadas por el grito que había producido, grito del que yo mismo me habría amedrantado.
Uno a uno los gritos volvieron a resonar en aquel lugar, el sonido agudo que predominaba, me hacía acertar que la mayoría eran de niños enfurecidos, por algún motivo conmigo. Ya no tenía intención de seguir molesto por aquel espectáculo que parecía protagonizar, ahorré la saliva necesaria para preguntar cuando me iban a matar, pero una voz femenina respondió que si por ella fuera ya estaría muerto. Sentí y vi ligeramente, como una chica iba clavando mi daga de negra hoja en mi estómago, sonreí con fuerza, y al ver mi arqueada mueca, quemó la daga ante mis ojos y me la volvió a clavar; exclamé una gran carcajada al ver que no sentía miedo o pena por mi ente; el interior de mi cuerpo parecía abrasarse, pero la daga no fue extraída, mi piel se prendió en llamas y la chica tuvo que apartarse a toda prisa. Mi ropa y mi blanco pellejo, se ennegrecían según crecían las llamas. Hasta el último de mis nervios rasgaba mi mente con un pesar que acabaría liberándome de mi presidio, pero en vez de arder hasta la muerte, un baño de helada agua dejaba inconsciente mi torturado cerebro.
Cuando desperté de nuevo, no había nadie a mí alrededor, la
oscuridad que me abrazaba era más consuelo que la luz cegadora de la vez
anterior, y en unos minutos mis retinas comenzaron a captar pequeños detalles del lugar. No tuve tiempo de acostumbrarme a la oscuridad, luces sobre mi cabeza me abrasaron los ojos por un momento, pero, no era la misma luz cegadora que pusieron ante mí, en esta ocasión, era la iluminación artificial de la sala, a la que no tardé en adaptarme. Acercándose a mí, cara a cara, un niño con aspecto conocido, el muchacho al que tiré al sofá cuando yo iba a caer. Con la muñeca vendada, supongo que por una mala caída, entabló
conversación conmigo.
Lo primero que preguntó, era el motivo por el que no le había matado, y cuando mi primera respuesta fue otra pregunta queriendo saber por qué le debería de haber matado, me dijo solo, que era lo que nosotros hacíamos, recalcando que ya habíamos acabado con los adultos y con muchos de ellos (refiriéndose a los niños). Tras decirme eso, miré abajo, sin saber que decirle, pero su segunda duda me sorprendió más, ¿Por qué el método habitual con el que mataban a los “míos” no había funcionado? Los “míos”, ni siquiera sabía a quienes se refería.
Me sorprendió darme cuenta de que mi piel blanca seguía cubriendo mí huesudo cuerpo, y que mi vestimenta estaba igual de intacta. Creí un instante que había sido una pesadilla, pero la daga seguía alojada justo bajo mis costillas, miré bien las oxidadas cadenas que me ataban y sonreí, en ese momento me notaba mucho más fuerte y descansado, por lo que tras preguntar al chico si me podía soltar y recibir una negativa, le pedí que se apartara.
¿Qué vas a hacer? Esas fueron las palabras del pequeño al ver que me incorporaba tirando con fuerza de la cadena de mi cintura. Gruñendo por el roce del óxido en mi muñeca derecha, comencé a tirar de ella con todo mi ímpetu. Al escuchar los crujidos de la sujeción, el chico salió corriendo dando la alarma. No tardaron ni un minuto en llegar refuerzos, pero varios eslabones estaban a punto de ceder; falto de tiempo, mis gruñidos se tornaron chillidos con los que intentaba sacar toda mi fuerza mientras tiraba de ambos brazos y de la cintura. Las piedras volaban hasta mí con una relativa precisión que evitaban que tirara con más fuerza, pero finalmente, logré romper, no la cadena como hubiera supuesto, si no la agarradera.
Caí de rodillas por la dura sucesión de piedras, pero por instinto quizás, llevé la mano derecha a la daga y tras extraerla de mi torso, corté con ella las cadenas como si fueran mantequilla. Tras eso, y dolorido de nuevo, fui a salir de aquel lugar, y fue fácil, casi de una zancada subí una gran escalera delante de mí, ni siquiera me molesté en golpear a mis agresores situados en lo alto, tan solo corrí.
Al atravesar un par de estancias, llegué a la sala en la que había caído una vez. La presencia de dos niños con mascarilla, me hizo creer que en aquella habitación había algún tipo de gas que utilizaban para defenderse de los intrusos, salté los clavos del suelo y conteniendo mi respiración un momento, salir de allí fue sencillo. Sentir el gélido aire y el putrefacto olor a muerte, me obligo a suspirar por agradecer esa escalofriante atmosfera.
Cuatro jóvenes me siguieron, y de entre ellos, reconocí a la mayor, una chica de unos dieciséis años, que empuñaba una espada tan negra como la daga que volvía a adornar mi cinto, esa firmeza, era la misma que la de la mujer que me apuñaló. Vi mi sonrisa reflejada en el cristal espejado, y me seguía sin gustar, por algún motivo, veía sed de agonía en mis secos labios, caos en mis pupilas y muerte en el brillo de mis ojos.
Se les veía a los cuatro armados con negros utensilios claramente preparados para matar, pero no podía menguar la satisfacción que helaba mis poros en aquella situación.
Ellos y yo estábamos preparados para entrar en acción, pero
un desgarrador cúmulo de lamentos se apreciaba cada vez más cerca. Los cuatro
jóvenes parecían asustados, dos de ellos corrieron a cobijarse, mientras la
chica y el cuarto sujeto alzaron sus respectivas armas mirando en todas
direcciones. Un momento después, una nube negruzca formada por atormentadas
almas nos atravesaba sin pasar de largo, estancadas a nuestro alrededor
anulando parcialmente nuestra visibilidad.
Salté sin saber bien el motivo en dirección a la chica, en
realidad no quería pelear, solo quería seguir mi camino, sin rumbo, solo pensar
y esperar recordar algo sobre mí, pero entonces, ¿por qué decidía mi cuerpo
tomar esa trayectoria con mi daga por delante?
Sin saber de dónde, apareció un tipo con una larga túnica
negra, sin permitir defenderse al chico que quedaba fuera, cortó como aire su
cabeza. Otra espada apareció llevada por otro tipo de negro, pero ésta chocó
con el filo de mi daga justo delante del cráneo de la chica, la cual, al verme
venir, atravesó nuevamente mi estómago.
“Genial” pensé, “otro agujero para la colección”, pero
cuando el personaje de negro dio un salto hacia atrás y tuve un momento para
retirar la espada y la chica de mi lado, pude contemplar sorprendido que el orificio
se cerraba y mi camisa se restauraba sola. Toqué mi torso buscando alguna
herida y mis carcajadas se hicieron escuchar, ¿a caso era inmortal? Miré con
desagrado al tipo que había golpeado mi daga, era todavía más delgado que yo,
ni siquiera podía ver sonde empezaban sus blanquecinas encías y donde empezaban
sus inexistentes labios. Mi pensamiento se brotó solo por mis labios, ¿por qué
atacaban a unos niños que por lo visto en mi estómago no podían hacernos nada?
Sus palabras me decían lo contrario, por lo visto caían de
los “míos” de vez en cuando, fueron a atacar a la muchacha de nuevo entre
ambos, y aunque temía que pudieran matarla, y frené yo a uno, parecía ser
bastante hábil luchando contra el otro.
Tras esquivar un par de envites, clavé mi daga en su frente
acabando con él. Se desplomó, y en un instante, su cuerpo y ropa comenzaron a
desintegrarse, solo un montón de polvo negro a mis pies indicaba que ese ente
había estado ahí. El tipo restante se desmarcó, y mirando a su compañero caído,
me dijo algo un tanto extraño – no puedo creer lo que ven mis ojos, entonces
¿es cierto que hay un traidor entre los Shinikuro? Pensaba que no eras más que
un rumor… – dicho eso, la siniestra nube negra se condensó en torno al tipo y
desapareció sin más. Miré un instante a la chica y diciendo que no luchaba mal,
comencé a caminar.
Mis pasos resonaron doble durante horas, pero por más que
mirara atrás y no viera a nadie, la sensación de que alguien me seguía no
desaparecía, las calles estaban tan vacías que hacían molesto el eco. Decidí
sentarme a descansar un poco, no por cansancio, si no porque estaba ante un
cartel que indicaba la entrada a algún lugar, y pese a ser ilegible, comenzaba
a pensar que caminar sin pensar no me llevaría a ningún sitio.
Al estirar mi insensible cuerpo hacia atrás, crujieron más
huesos de los que pensaba que pudieran existir, pero fue una casualidad
agradable, un negro mandoble con filo rojizo me rozó, y en esta ocasión me
dolió bastante, apreté los dientes mirando un corte que adornaba mi brazo
izquierdo, y sin saber el motivo, no aparentaba ir a cerrarse solo, el trozo de
tela rasgada de mi camisa, se desintegró de inmediato, dándome a entender que
de esta no iba a salir ileso tan fácilmente como en circunstancias anteriores.
Me levanté de golpe, y al mirar quién me había atacado, vi a
dos personajes, el del mandoble me sorprendió, un esqueleto de huesos grises
casi negros que guardaba la gran espada sujeta entre sus costillas vestido solo
con un pantalón negro hecho trizas, el otro, un esqueleto te tono normal armado
con una guadaña negra, su ropa, un montón de harapos, posiblemente, restos de
una larga túnica.
El de huesos negros empezó a casquear su mandíbula con un
espeluznante sonido que me recordaba una risa burlona – así que tú eres el
legendario Lucy Gron,… que nombre tan patético kikikiki – sin decir nada más me
embistió con un brazo mientras sacaba de entre sus huesos aquel enorme filo, ni
siquiera tuve tiempo a acercar mi mano a la daga de mi cinto, y mi única excusa
era que no esperaba ese ataque y no estaba preparado. El segundo esqueleto fue
a clavar su guadaña en mi cabeza, y ni siquiera sabía cómo reaccionar.
Ante mis ojos, fugaz como nadie, aparecía una niña, y sus
manos golpeaban el reverso de la guadaña haciéndola caer al suelo y empujando a
su portador sobre mi agresor, un momento muy oportuno que utilicé para ponerme
en guardia con la daga en mano.
Era inevitable preguntar quienes eran y cernir la duda a sobre mi persona, ¿era correcto preguntar quienes eran sin saber siquiera quien o que era yo? respuesta rápida la del esqueleto gris, no podía ni cuestionar mi existencia tranquilo, pese a procurar aclarar algo, el tono del esqueleto parecía burlón.
Eran Shinikuros (nombre que ya había mencionado otro de ellos, o ¿debería decir nosotros?) según él habían venido a acabar con el legendario Lucy Gron, antigua mano derecha del líder shinikuro, ente que; habiendo traicionado a su raza huyó hacía catorce años y todos creían muerto. ¿Como podían afirmar que yo era ese sujeto del que hablaban? Según sus afirmaciones, la espada de la niña y mi daga me delataban.
Podría recriminar su hipótesis, decir que la daga la había encontrado y que la espada era de esa chica, pero la probabilidad de ser escuchado, por algún motivo la veía nula.
Sin darme cuenta mi cuerpo se movía lento, la cría se defendía bien, luchaba casi a la par que el tipo de la guadaña, sin embargo yo había perdido la cuenta de los cortes provocados por simples rozaduras del mandoble de mi oponente.
En un momento yacía agotado, de rodillas ante tan rápido rival, mi cuerpo se balanceaba a punto de desmoronarse, pero el golpe de gracia no llegaba. Mi vista fallaba, pero la muerte no me llevaba.
Frente a mi, una montaña de polvo, y a una leve distancia, sin que me hubiera dado cuenta; la niña tenía serios problemas para luchar. Aclaré un instante mis ojos y me di cuenta de que estaba luchando contra mi rival y que por lo tanto, la montaña de polvo debía ser su primer atacante.
No era su día de suerte, su brazo izquierdo con el que esgrima a su espada fue cortado, esa chiquilla y yo, podíamos ir despidiéndonos de nuestras vidas. ¿Otro brazo volando? En esta ocasión el brazo se desintegraba y un mandoble penetraba la caja torásica del esqueleto. Sin saber la razón ni el modo, estaba ante aquella niña atando con la manga de mi casaca el brazo amputado tras guardar mi daga.
La chica me dijo que no hiciera tonterías, que su brazo no se juntaría de nuevo solo por atarlo, y mientras decía eso la voz del esqueleto murmuraba que el brazo tardaría en volver a crecer, dio unos pasos atrás y desapareció entre humo negro.
Por otro lado, cuando la muchacha fue a quitarse la manga de mi casaca, empezó a gritar con una fuerza destructiva, mi agotado ser que ni siquiera comprendía como había ayudado a esa pequeña, cayó con dureza al arenoso suelo.
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Es la isla de la eternidad,
donde no florecen los árboles,
Es un mundo de perdición,
Donde inocentes muñecos mueren,
Donde la felpa lucha por su vida,
Donde nadie decide su suerte,
solo escogen si luchan un nuevo día.
donde no florecen los árboles,
Es un mundo de perdición,
Donde inocentes muñecos mueren,
Donde la felpa lucha por su vida,
Donde nadie decide su suerte,
solo escogen si luchan un nuevo día.